La Cultura debe entenderse como un movimiento dinámico e integrador en toda su amplitud. Un movimiento en el que la democratización de la sociedad se convierta en el objetivo prioritario. La Cultura no puede verse reducida a la consecución de diferentes subvenciones como si este fuese el elemento determinante para su éxito y difusión. Se trata de un ecosistema completo, en el que la economía debe ponderarse a la par de los valores éticos y el contexto socioeconómico, y en donde la cultura no puede ni debe convertirse en una especie de competición por la adquisición del evento más grande o más rentable.
Bajo ningún concepto la rentabilidad puede convertirse en el eje de referencia. Y a pesar de todo, nuestras políticas culturales siguen dependiendo cada día más del factor cuantitativo frente al cualitativo, enmarcándose progresivamente en la lógica implacable de la economía de mercado. Si genera un beneficio mayor, ese es nuestro objetivo, aunque lo que se promocione sea un simple concierto de música pop.
Así pues, este método de actuación, costoso e ineficaz en lo referente a la promoción real de la cultura, es el caldo de cultivo idóneo para consolidar posturas ultraliberales y liquidacionistas como las expuestas por Marc Fumaroli en su famoso y controvertido “Estado Cultural”. En este libro, Fumaroli carga frente a las políticas ejercidas por los ministros de cultura franceses Manraux y Lang, y afirma categóricamente que su concepto de política cultural viene heredado directamente de la Francia colaboracionista de Vichy. Un concepto cultural fiscalizado, viciado de tintes nacionalistas, y con una burocratización tal que el margen de actuación de la ciudadanía se ve reducido a sus cotas más ínfimas. Es la consecución de un ideal autoritario al mundo de la promoción cultural.
Frente a esta crítica, Fumaroli afirma convencido que la mejor promoción estatal en favor de la cultura es la que nunca se ejecuta, que ésta debe dirigir su propio camino, y que un estado no puede nunca “imponer” cuál debe ser la cultura recomendable dando a unos y no a otros las diferentes subvenciones que por derecho pueden conceder. El Estado actualmente sólo se preocupa por la denominada como “cultura de masas”, promociona megalómanas infraestructuras y apoya la consecución de grandes eventos que poco o nada fomentan una mayor implicación de la ciudadanía en el mundo cultural, relegando a un segundo plano otros muchos acontecimientos que en ningún caso podrían ser capaces de general tal volumen de ingresos.
Además, España, que desde la llegada de la transición sigue el modelo de promoción cultural francés, debe observar con especial atención todo este movimiento renovador en cuanto a concepción de política cultural se refiere, ya que somos herederos directos de sus políticas culturales, y por tanto, posibles herederos también de los errores ya realizados por nuestros homólogos franceses. En este aspecto, la aparición de estas incongruencias puede ser la excusa perfecta para reformar y preservar la correcta intervención del Estado en lo referente a las políticas culturales.
Calidad vs. envergadura
Se debe poner atención tanto a los grandes eventos como a los pequeños. Por supuesto, no deben quedarse a un lado los grandes festivales, por poner un ejemplo, pero no por ello deben quedarse relegados al ostracismo otros muchos eventos de carácter local. Estos eventos, que jamás alcanzarán las cuotas de ingresos de sus hermanos mayores, son precisamente los que hacen que la cultura se convierta realmente en un valor democrático neto. De poco sirve organizar unos grandes y fastuosos ciclos teatrales en la capital madrileña si este género no se promociona más allá de sus fronteras geográficas, privándolos de la vocación universalista que los caracteriza. Y en el caso de que esta política prospere en la capital, ¿acaso no tiene el mismo derecho a disfrutar de estas facilidades una persona nacida en la ciudad de Málaga? En ningún caso pueden verse estas actuaciones como una vigorización de la democracia en la cultura, puesto que las zonas económica y demográficamente más privilegiadas serán también las más beneficiadas en este aspecto, y teniendo en cuenta que a mayor volumen de negocio y mayor densidad de población mayor es también el dinamismo cultural, las ciudades periféricas se verán afectadas por un creciente aumento de la desigualdad cultural con respecto a los grandes núcleos de población.
Por razones como estas es por las que el enfoque de la promoción cultural debe estudiarse con un detenimiento absoluto, también a escala europea. No puede uno olvidarse de los grandes centros culturales, pero no por ello otros núcleos locales deben verse perpetuamente relegados a participar en calidad de actores secundarios dentro de la gran superproducción. La democratización de la cultura pasa por que un portugués, un belga y un sueco tengan la misma capacidad de consumir cultura dentro de un margen razonable de desigualdad que inevitablemente existe y seguirá existiendo, pero que sin duda tenemos el deber de paliar en la medida de lo posible. Y dentro de este concepto de igualdad cultural la masificación de internet y el mundo virtual suponen un absoluto cambio de paradigma. Es la época de olvidarse del omnipresente paternalismo estatal imperante desde los años 70 y empaparse de una cultura que, gracias al mundo de internet, puede situarse en un estatus real de contacto directo con la ciudadanía. Ya toca olvidarse de las estructuras tradicionales, tan rígidas y sólidas, para pasar a una apuesta por la promoción cultural a través de las múltiples redes sociales que la nueva era digital nos posibilita y que además es ampliamente demandada por la ciudadanía, que en resumidas cuentas es lo que importa en este aspecto.
Ver lo que quiere la ciudadanía, adaptarse a ella y además no perder en ningún momento el espíritu transformador que todo ministerio debe abanderar en sus políticas. El Estado debe preocuparse por el fomento de la cultura en su sentido más amplio, obviando tanto los tintes nacionalistas como los netamente ideológicos, ya que ninguna cultura puede ser poseída en exclusiva por una determinada nación o ideología. Este además sería su verdadero asesino, ya que perdería el componente vertebrador y dinamizador de la sociedad que le otorga a la cultura la importancia que posee.
Por otro lado, y como broche final a esta reflexión, la ciudadanía y el Estado deben mostrarse reticentes ante todo modelo hegemónico y plantear el diálogo crítico como elemento vertebrador tanto de la cultura en general como de cada política cultural en particular. En este mundo en el que todo está mercantilizado, el gobierno y la ciudadanía deben prestar especial atención a un concepto que, por encima de todos, puede suponer la estocada final para infinidad de expresiones culturales, la dictadura de lo rentable, en la que sólo los números adquieren importancia, y en la que en consecuencia, la opinión de las personas poco o nada podrá hacer para que esta riqueza cultural que ofrece su propia diversidad no acabe por desaparecer para siempre.
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