La verdadera prioridad es formar a los europeos

, de Michele Ballerin, Traducido por Simone Corvatta

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La verdadera prioridad es formar a los europeos

El resultado de las elecciones españolas ha registrado una novedad significativa: el partido ultranacionalista Vox es oficialmente la tercera fuerza política en el País, tras haber más que doblado sus escaños con respecto a los resultados de las anteriores elecciones políticas del pasado abril. Su líder, Santiago Abascal, supo conquistar los favores de un 15% del electorado español con una receta política basada en los fake news en contra a los inmigrantes, Europa, aborto y feminismo.

“Novedad” quizás en el contexto español, pero, seguro que no, en aquello europeo, donde el ascenso de los movimientos nacionalistas ya es una dinámica consolidada. Mes tras mes, año tras año la lista se agranda: el frente brexiter en Reino Unido, Orbán con Fidesz en Hungría, el PiS di Kaczynski en Polonia, AFD en Alemania, el Rassemblement National en Francia, Lega y 5Stelle en Italia y aún más en otras partes, todos juntos con un factor común, la capacidad de aprovechar la insatisfacción creciente de una buena parte del electorado y orientar sus estados de ánimo en contra a las instituciones europeas.

A este punto es difícil negar que es una tendencia en curso, es imposible subestimar la amenaza. La Unión Europea se descubre débil no en este o en otro aspecto político o institucional, sino en los mismos fundamentos, que – si no me equivoco – tendrían que consistir en un determinado consenso popular, difundido y enraizado. Quizás alguien pueda hacerse ilusiones que una construcción de tamaño histórico como la unidad de los estados europeos más allá de las divisiones nacionales pueda llevarse al cabo sin el apoyo, mejor dicho, la activa participación de sus ciudadanos. De hecho, durante décadas se ha ignorado este aspecto central, e incluso dentro de las filas del federalismo organizado ha predominado la tendencia de dar por hecho el apoyo de los ciudadanos europeos al proyecto. Pero ha sido un error, cuya gravedad podemos comprobar hoy frente al derrumbamiento político-cultural en que asistimos.

Quién piensa en poder desmentir esta afirmación no tenga miedo de hacerlo: lo consideraré un favor. Pero dudo que alguien pueda hacerlo. Es una evidencia, reafirmada y corroborada por cada cita electoral en todo el continente.

La verdad es más amarga de lo que muchos sospechaban: la gran mayoría de los ciudadanos europeos vive, piensa y actúa a una distancia remota de las instituciones comunitarias y de sus dinámicas, ignora casi del todo su funcionamiento y la misma razón de existir y está completamente emarginada del grande proyecto político que desde hace setenta años nos ve ocupados como europeos, de sus implicaciones, de sus enormes potencialidades que una federación europea podría expresar y de los riesgos y de los costes, no menos grandes, a que no expone el continuo aplazamiento de su realización – la eterna inconclusión de Europa económica y política.

En este vacío de consciencias es evidentemente imposible pensar de cultivar un sentimiento de participación y pertenencia; en cambio, es muy fácil insinuar dudas, difidencias y sentimientos de hostilidad autentica (aunque inmotivada), como cualquier demagogo de poca monta se ha preocupado en hacer en los últimos diez años.

La razón de esta situación desesperante es que nadie, nadie se ha preocupado nunca de formar a los europeos: nadie se ha molestado en informarles del extraordinario experimento que se estaba tratando de realizar, y que necesitaría, en primer lugar, su participación directa. Los programas escolares han mantenido Europa fuera de sus aulas, sistemáticamente, con obstinación. Esto significa ningún ministro de ningún gobierno, desde 1950 hasta hoy, nunca se ha preocupado en enseñar a las generaciones que se iban formando la historia, el sentido y la importancia del proyecto de integración: durante décadas, en todos los institutos y colegios del continente, maestros y profesores sin una consciencia de base de la Europa comunitaria han enseñado literatura, ciencias, derecho, economía historia como si su estado de pertenencia fuera una nación soberana destinada a serlo en eterno, y nada de que las relaciones entre los estados europeos hayan sustancialmente cambiado con respecto a las décadas anteriores al último conflicto mundial.

Se sabe que los programas de historia en la educación segundaria, por ejemplo, en Italia, llegan generalmente hasta la inmediata posguerra, y en raros casos a la caída del muro de Berlín, reservando al comienzo del proceso de integración un breve esbozo, y solo en los mejores de los casos. En cambio, demoran meses sobre el alternarse de los papas y emperadores en el Alto y Bajo Medioevo. De sus institutos de educación segundaria de este modo salen jóvenes con una formación mediamente buena sobre cada materia, pero casi completamente inconscientes de ser ciudadanos europeos.

Hay todos los elementos para culpar a los gobiernos europeos de un incumplimiento imperdonable, hasta inconcebible a la luz de lo que vemos ocurrir hoy de un lado a otro de nuestro continente: culparlos de falsedad y de una sustancial hipocresía por fingir de ser europeístas mientras que iban actuando con una perspectiva exclusivamente nacional; por llevar a cabo sin ganas, sin convicción y sin un auténtico compromiso el proyecto europeo y al mismo tiempo tratar de boicotearlo, asegurándose que sus ciudadanos se quedasen ignaros, entonces excluidos. Mientras que los jefes de estado y de gobierno se reunían periódicamente dándose la mano y confirmando con énfasis la voluntad de una unión cada vez más fuerte, los respectivos ministerios de educación seguían a indoctrinar a sus estudiantes y a sus maestros y profesores con una visión centrada, de hecho, sobre la primacía nacional, haciendo lo posible para educarlos a ser españoles, italianos, franceses, alemanes, en lugar que europeos.

Es una vergüenza, por lo que se ve: una auténtica vergüenza. Y hoy nosotros recogemos lo que se ha sembrado en las pasadas décadas. No tenemos derecho de asombrarnos si resulta tan fácil instigar a los europeos contra Europa, sirviendo a los intereses de un Trump o de un Putin: la llegada de un pueblo europeo – premisa indispensable para la unidad político-institucional del continente – se ha impedido deliberadamente y metódicamente hasta hoy. Han querido mantener a los ciudadanos encerrados en sus cercos nacionales: ninguna sorpresa si ahora parecen incapaces de sentirse parte de una familia común.

¿Existe un remedio? Por lo menos existe un intento por hacer. Si de verdad somos europeístas convencidos, a este punto nos tendría que quedar claro cual es nuestro primer deber, el trabajo a que tendríamos que dedicarnos sin demora: formar a los europeos, antes que sea demasiado tarde. A empezar por los institutos y por los colegios, y, en los institutos y en los colegios, empezar por el cuerpo de docentes. Porque es desde aquí que Europa puede volver a ponerse en marcha – o que el proyecto de la unidad puede fracasar de forma muy desastrosa.

Este artículo se publicó originalmente en ’European Circus’, blog del periódico italiano L’Espresso y se reproduce aquí traducido a la lengua castellana.

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