Un punto en mitad del horizonte

, de Sergio Pedroviejo Acedo

Un punto en mitad del horizonte
Fotografía: @blu_pineappl3/Flickr (CC BY 2.0)

Entré donde siempre. ’Antonio ponnos un cortado’, pidió un hombre de barba sucia. ’¿Uno a compartir?’ preguntó socarrón el camarero mientras cobraba del otro. Banderines lisos, a cuadros y a rayas, adornaban el bar, azulejos blancos y azules, carteles de fútbol y toros, viejos y raídos, un par, quizás algo más nuevos. Me senté en el medio metro de barra de mármol negro, niño vete a ver, Antonio enviaba a un uniformado de polo negro, con leche, dijo el de la esquina alzando la voz, ’un manchado’ pidió uno desde la puerta aprovechando que el camarero se giraba. Las mesas y las sillas eran toscas, azules en los bordes, igual que el taburete sobre el que me apoyaba, los tableros blancos. ’¿Has visto a Puri?’, ’no desde el finde, qué raro’, murmuraron en la mesa de al lado dos mujeres despreocupadas, un poco molestas por no poder venir en bata. Miré el reflejo del espejo, detrás mío cuatro viejos, algunos farias y cartas, un tapete era la única sutileza permitida, detrás, a través del cristal, veía a cuatro chavales, fuera en la plaza, haciendo un alto a su juegos con un balón de gomaespuma para que pudiera pasar la gente. ’¿Lo de siempre?’, preguntó Antonio, limpiando un vaso de caña, sip, sin más, un café caliente apareció, en vaso que no en taza, la tosta tardó algo más. ¡¿Lío hoy?’, pregunté, ’ojalá más’, dijo, unté el tomate y algo de aceite, sorbí el café, respiraba.

Hoy me despierto, el café de mi cocina sabe a óxido, cae en silencio por el filtro, el humo amargo envuelve la cafetera por un momento, otra vez demasiada agua, líquido, sin gracia, la tostadora medio rota, va para largo. La calle vacía, la gente en su casa, no hay ruidos. Me siento en una silla, el cojín es muy fino, espero rayando el tomate a que se tueste el pan, el pijama me hace sudar, comienza a oler a migas quemadas, buen pan, pero el tomate no queda bien, la forma de rallarlo, no sé, tendré que preguntar. En silencio, doy un sorbo al café aguado, mientras retuerzo algunas ideas.

La amenaza de la enfermedad, un peligro anciano y olvidado, nos golpeó con una fiereza muda y hay quien brama imputando culpas a comerciantes foráneos, inmigrantes o turistas imprudentes. Parecen no recordar las hazañas de sus ancestros, incluso las de ellos mismos, cuando la búsqueda de una vida mejor era una esperanza legítima y poco importaban las montañas que hubiera que atravesar, los mares que habría que salvar, y mucho menos las fronteras que habría que recorrer.

Quizás esta vieja Europa ya no volverá a ser como antes, nos adentramos en una grave encrucijada y ya hay quienes se preparan para retroceder el reloj. Dibujan con nostalgia un mundo más sencillo y familiar, lejos de los peligros inciertos de pueblos lejanos. Seguridad y el confort de lo conocido frente a la fría Europa plagada de incertidumbre, parece un marco demasiado difícil de batir en un tiempo donde la vuelta a los orígenes y a la identidad primaria puede atraer a numerosas personas que hasta ahora ni tan siquiera se habían planteado que problemas como los que atravesamos pudieran aparecer.

Cómo poder enfrentar tales sentimientos de esperanza en un futuro apacible, tranquilo y conocido. Raudos, los más entusiastas invocan para sí que las líneas de la Historia nos guían irrevocables a la unión de los pueblos de Europa, sumergidos en la tradición hegeliana, presentan este destino como un futuro inevitable, e invitan al resto con una sonrisa soberbia a aceptarlo. Bajo este argumento se camuflaron los mezquinos planteamientos totalitarios del siglo XX, y nuestra Unión es la prueba más palpable de su derrota. No, la Historia no tiene ningún significado, las raíces bajo las que se sostiene aún el proyecto europeo son demasiado frágiles. Tanto que, si se alza la voz, parecen desvanecerse.

Entonces, hay quien surge al desquite para argumentar que es la propia naturaleza humana, como fuerza universal, la que nos impulsa a descubrir lo desconocido, a compartir y a aprender en otras lenguas; a viajar, vivir y sentir en otros lugares y culturas; a probar otros sabores, y a respirar distintos aires; estas ansias insatisfechas de conocimiento fundamentan el progreso, establecer mayores impedimentos es aberrante, nuestro verdadero deber es promocionar nuestro propio desarrollo. Nunca me dejará de sorprender el generoso optimismo con el que nos amparamos en nuestra bondad, desechando toda la oscuridad que nos es innata. Se desecha de un plumazo que esos mismos sentimientos se usaron para justificar nuestras ansias de conquista, de bienes, dinero, la toma del más jugoso poder que justificaba, incluso, derramar la espesa sangre quienes se nos oponían; tan sólo es un ejercicio de amnesia colectiva en pro de favorecer un argumento, y eso no es serio. Además, padece de otro problema, la falta de pluralidad y el escaso mérito que conlleva. Ofrecer una respuesta innata al ser humano para justificar la consecución de un proyecto político, sitúa en el plano de lo “inhumano” toda oposición y crítica a dicho proyecto, esto no puede ser aceptado por parte de los demócratas que entienden el pluralismo político como un principio esencial a proteger por tener valor por sí mismo. Igualmente se atribuiría muy poco mérito intelectual a quien defiende este proyecto político. Siguiendo este razonamiento, se estaría “programado” para defenderlo y tan sólo repetiremos como una cacatúa el dictado de la “naturaleza”.

Demasiadas palabras, decimos demasiadas palabras cayendo constantemente en trampas retóricas y sentimientos hostiles. Lo cierto es que la Unión de los ciudadanos de Europa es deseable, porque su alternativa es lamentable. Quienes llaman, propagando el miedo, a levantar muros medievales hacen teatrales esfuerzos por olvidar que estos de nada sirvieron para contener a la enfermedad y pretenden callar que fueron útiles para ahogarnos en las sombras del oscurantismo, la tiranía y las supersticiones vacuas, a dónde nunca debemos volver.

Una vez, Edwin Abbott imaginó ciertos y originales mundos, uno de ellos tan sólo era ocupado por un punto, un gran emperador ocupaba todo el espacio físico. Este monarca desconcertado escuchaba voces del exterior, ruidos extraños que no comprendía. Prefería reinar eternamente encerrado, plegado sobre sí mismo ignorando a aquellas voces. Decía altivo que él así mismo se bastaba, no necesitaba que nada más existiera, pues, no tenía mayor entretenimiento que gobernar mirando su profundo ombligo.

En otro, un gigantesco segmento se extendía sobre una infinita línea, se decía que aquel rey tenía mujeres e incluso hijos, pero la geometría de su mundo les impedía verse. Condenado a mirar un único punto en mitad del horizonte, cualquier cosa que se desplaza algún milímetro de aquella marca se volvía invisible para los limitados ojos del rey. Un día, preguntado por su desdicha, aquel segmento se rió a carcajada limpia, mostrando su longitud inabarcable demostraba su satisfacción al poseer tan magno poder.

Como los gobernantes de estos mundos, hay quien se empeña en proteger una soberanía anclada en las tradiciones del pasado y sustentada en las identidades exclusivas y excluyentes, pensando que el más mínimo poder político tiene valor por sí mismo. No es así, de nada sirve un poder que no tiene capacidad para dar respuestas eficaces a problemas que enfrentamos. Son muchos los que piensan que los países de la Unión han actuado de una forma descoordinada y caótica, sin apenas mostrar gestos de sincera solidaridad entre ellos. Son muchos los que piensan que han actuado haciendo prevalecer sus intereses nacionales y políticos por encima de los intereses comunes. Son muchos los que piensan que estos gobiernos ensimismados en su propio reflejo no han comprendido que nos enfrentamos a un peligro que nos iguala a todos, sin importar las banderas que ondeen en nuestros balcones y sin respetar las fronteras que tracemos sobre la tierra. Impetuosos, han llegado incluso a no permitir al Presidente del Parlamento, la única institución supranacional con legitimidad democrática directa, presenciar las reuniones del Consejo. ¿Cómo no se van a ver reforzados los argumentos de quienes quieren debilitar la Unión, cuando quienes dicen defenderla les falta tiempo para mostrar la debilidad de sus instituciones y la exasperante lentitud de sus procedimientos? La respuesta tampoco puede venir, pues, de la actual Europa extraña y burocrática.

El proyecto europeo necesita un nuevo impulso. La verdadera construcción de una Europa federal y más unida es, más que nunca, necesaria. No sólo para resolver los actuales y urgentes problemas sanitarios, sino también para enfrentar los complejos problemas globales que nos aguardan tras el confinamiento. Ahora bien, este legítimo proyecto no debe articularse en torno a una nueva identidad, que venga a consistir en un sucedáneo inefable a la comunidad nacional, pues parecería irremediablemente. La nación, entendida como el origen de la soberanía, se ha fortalecido durante más de dos siglos a base de románticas leyendas. Debe partir de una nueva concepción. La Unión lo ha de ser de ciudadanos libres, no de pueblos. Lo ha de ser de la construcción de la suma de esfuerzos libres, no de montañas, ríos o lagos. Hombres y mujeres libres, con iguales derechos y deberes, unidos, con independencia de su género, creencias, orientación sexual o identidad nacional, todos ellos para formar un nuevo proyecto común, que pueda transformar la realidad y afrontar de cara todos nuestros problemas, aunque para ello haya que reformar esta Unión desde los propios cimientos.

La utilidad y el pragmatismo pueden ser las únicas armas con las que podamos detener a quienes usan el épico discurso de la protección de lo propio. Ahora bien, si la efectividad de estas respuestas no se produce, si no se hace palpable el interés por transformar verdaderamente nuestras anquilosadas instituciones, el sueño de una Europa más unida no tendrá futuro, y entonces resurgirá el rencor y la desconfianza entre los pueblos con una fuerza nunca antes vista.

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