Europa padece inestabilidad, y no solo en los planos teórico y económico. Los atentados del 13 de noviembre en París, inmersos en una ofensiva yihadista de alcance global, además de las posteriores amenazas de bomba que se extendieron a lo largo del viejo continente, hicieron que la seguridad empezara a ser objeto de debate en la opinión pública europea.
En relativamente poco tiempo los refugiados sirios volvieron a levantar las sospechas habituales, se limitó la libre circulación dentro del espacio Schengen – violiándose, por tanto, el cumplimiento de este tratado internacional – y el debate sobre el uso de la fuerza militar dejó de ser un tema tabú.
¿Choque de civilizaciones?
Los partidarios más acérrimos de la dialéctica del choque de civilizaciones, término por Samuel P.Huntington en su libro The clash of civilizations, afirman que el mundo árabe y el europeo no pueden convivir en un mismo espacio bajo unas mismas normas, dado que unos se sentirán colonizados culturalmente por otros. Ni la multiculturalidad ni el universalismo serían por tanto alcanzables ni deseables, luego si una cultura desea prosperar ha de anclarse en su propio territorio. Y si alguien, en su sano juicio, desea emigrar, tendrá todo el derecho de hacerlo mientras se adapte a los usos y las costumbres del lugar donde recaiga. Dicho de otra forma: donde fueres, haz lo que vieres.
Dejando de lado la obra de Huntington, hay un hecho que no deja de ser paradójico – y no menos inquietante – : los nuevos defensores de la civilización europea, esos mismos que ahora dicen temer su desaparición y ahora promueven la defensa de nuestra historia y los valores comunes, nunca se han sentido europeos. De hecho, en no pocas ocasiones han intentado boicotear todo intento de federalización entre los estados que hoy integran la UE.
Marine Le Pen, Nigel Farage, Matteo Salvini, el movimiento Pegida, Casa Pound o el partido de los Verdaderos Finlandeses,entre otros tantos, se han caracterizado por rechazar los valores que inspiraron la creación de la Unión Europea, tales como el cosmopolitismo, la solidaridad, la libertad individual en todas sus variantes o la búsqueda de estructuras políticas más allá del Estado-nación, dentro de los límites que marcan el consenso y el diálogo. Los mismos valores contra los que se rebelan, mediante el fuego y las bombas, los yihadistas.
Dos radicalismos frente a frente.
Islamistas y eurófobos coinciden en el eje argumentativo de su discurso (la convivencia es imposible) y han llegado a una conclusión idéntica: uno de los dos ha de desaparecer (recordemos: siempre el otro). De ahí que, ante el terror de quienes desean imponer sus oscuros ideales, pisoteando el cadáver de la Libertad, otros también respondan pidiendo que ésta sea restringida, cerrando fronteras, reforzando los controles y la seguridad, militarizando la sociedad civil. Y tampoco tienen razón.
Primero, porque asumiendo ese planteamiento estás legitimando a tu enemigo y acercándole a su objetivo: promover el caos en Occidente y el mundo infiel. Segundo, porque ante un problema tan complejo y multifactorial como es la radicalización y conversión de muchos jóvenes al islamismo no se puede responder desde la simpleza, sino que se requiere una acción global conjunta y coordinada. La yihad no se detendrá cerrando fronteras, ni conteniendo a quienes huyen de la guerra o el hambre. Principalmente porque la gran mayoría de los terroristas disponen de un pasaporte europeo que les permitirá atentar igualmente en el país que les vio nacer.
No es el objeto de este artículo discutir cual es la medida más adecuada para acabar con el terror asociado al ISIS, un aspecto en el que ni siquiera la comunidad internacional consigue llegar a un acuerdo. Sí se pretende abogar por una acción conjunta. Autores como Jaime Aznar, Consuelo Ramón o Javier de Lucas han dejado ver que, en el caso de que fuera pertinente una intervención diplomática o militar, esta debería de ser obra de varios países, entre ellos los europeos. Por suerte, existen mecanismos para ello, como la Unión por el Mediterráneo, la alta representación de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad (cargo que ostenta Federica Mogherini) o el Consejo de Seguridad de la ONU.
Ante la oleada de terror yihadista, musulmanes de todo el mundo se unieron bajo el lema de condena Not In my Name (No en mi nombre) rehuyendo de cualquier identificación con esa interpretación violenta de su religión. Loable iniciativa que también deberíamos imitar en Europa.
Porque está claro que quienes promueven la exclusión y el odio, defienden medidas autoritarias y rinden culto al uso de la fuerza también son europeos y están aquí, aunque representen a una mínima parte de la población. Y no, no podemos pedir que se les niegue el derecho a la libertad de expresión que, tras siglos de lucha, hoy todos disfrutamos en el viejo continente. No les daremos el gusto de sentirse víctimas. Pero qué menos que solicitar a los xenófobos un mínimo de coherencia y que no apelen a la defensa de la civilización y cultura europeas, esas mismas que tanto desprecian continuamente. O al menos, que no lo hagan en nuestro nombre.
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